«un proyecto es un PROYECTO» se nombró la exposición presentada durante la II Bienal de Arquitectura de La Habana, celebrada en mayo de 2004, por el grupo Proyecto Espacios. El título de la exposición, en apariencia sólo una travesura ingenua o una simple perogrullada, se convierte en una invitación a examinarlo en todas sus variantes, a darle la vuelta y escrutar su reverso, para especular en torno a lo que quiere decir y, sobre todo, acerca de cuánto ha dejado sin decir.
La muestra consistía en cinco propuestas para sendas locaciones en el Malecón habanero, que tienen en común la desaparición de las edificaciones que se alzaron en estas parcelas, posteriormente ocupadas por instalaciones sumamente precarias.
Tanto en su primera presentación en La Habana como en su posterior exhibición en Madrid, en octubre de 2005, estos proyectos atrajeron de manera singular la atención de los espectadores más diversos. Una curiosidad que puede deberse, en parte, a la sugerencia de sus contradicciones, o quizá, a que plantean muchas más preguntas de las que responden. ¿Para qué sirven esas instalaciones vacías, sin ruido, sin olor? ¿Son lugares para consumir o son el símbolo de una obsesión, de un hambre ancestral que ninguna comida sacia? ¿Dónde cocinan, dónde friegan o lavan, dónde guardan los muebles? ¿Acaso están abiertas toda la noche? ¿Qué pasa cuando llueve? ¿Por qué nadie se atreve a entrar?…
Las pancartas de presentación del proyecto, de ejecución precisa, exhiben varios contrastes. El de unos interiores luminosos y coloreados y, sin embargo, vacíos, y el de esos interiores soleados con unos exteriores crepusculares, más porosos y maleables, que luchan contra la indecisa claridad de lo que bien pudiera ser un atardecer de domingo. Las cinco instalaciones se alzan, como enormes lámparas encendidas, en la oscura frontera de lo que alguna vez se llamó, con esa cursilería y grandilocuencia que caracteriza el imaginario cubano, «el collar de perlas del Caribe».
El movimiento original de atracción se ve contestado por el efecto inquietante de unas atmósferas frías, que no facilitan actuar sobre ellas, aun cuando pretendan invitar al usuario a dejar su huella sobre las superficies duras y pulidas, perfectamente acabadas. El desconcertado espectador se siente expulsado hacia una lejanía que recuerda más los desolados paisajes urbanos de Edward Hopper que los abigarrados escenarios de las ficciones cubanas contemporáneas. La algarabía, que es incluso el nombre de una de las propuestas, no consigue esta vez convencer al silencio.
Aunque en un entorno sumamente familiar, las instalaciones parecen descontextualizadas. Plantadas con rotundidad en el Malecón, resultan al mismo tiempo inasibles. Como si estuvieran a punto de soltar amarras y elevarse, o desaparecer, transportadas sobre ruedas. Leves, portátiles, errabundas, itinerantes, como globos aerostáticos, tenderetes de un mercadillo, barracas de feria o vagones de un circo. O como si en cualquier momento las aguas pudieran reclamar los colosales fósiles de animales marinos que ha depositado en el litoral la resaca: anémona, tortuga, medusa, morena, hipocampo, coral, caracola… mar adentro.
Incluso en el caso muy probable de que esta temporalidad formara parte de los presupuestos del proyecto, eso no haría más que reforzar la condición excepcional de unas ingrávidas estructuras concebidas sin vocación de permanencia, en una ciudad, precisamente, donde pocas cosas resultan tan duraderas como aquello que se pensó pasajero o provisional.
En definitiva, resulta que el proyecto más «arquitectónico» y de mayor presencia urbana de todos los del grupo Espacios, hasta la fecha, es también el más melancólico. Aquel donde con mayor intensidad se intuye la pulsión de la ausencia, de lo fugaz o perecedero. Edificaciones que, en lugar de ocupar el sitio, de rellenar el vacío, llaman la atención sobre lo que falta. Eso sí, con sobriedad, sin sentimentalismo, en una actitud que mal se compadece con esa nostalgia exhibicionista y chillona que ha exportado la cultura finisecular cubana.
Porque aquí se trata de otro sentimiento. La mirada de Espacios sobre la ciudad no convoca la memoria de la ausencia para regodearse en los casi obscenos rituales de celebración de lo que se ha perdido, sino que se plantea una reflexión activa sobre cómo puede reutilizarse, renovarse, transformarse, recuperarse, en fin, lo que queda. De esta relación distinta con el pasado deriva una operatoria que procura dotar de sentido el presente, aun cuando lo deje en suspenso, pues un proyecto, por su propia naturaleza, apunta al futuro, hacia lo que se hará o, al menos, se espera hacer.
El homenaje implícito en estas «melancolías del Malecón» no tiene, por tanto, nada que ver con la añoranza, sino que representa la vindicación del proyecto frente al encumbramiento esteticista de la ruina. Una ruina que no ignoran, puesto que las cinco instalaciones están plantadas sobre ella y se recortan contra ella, pero que se limitan a señalar sin estridencias, ni siquiera comentarios. Estos misteriosos artefactos, que se abren en el Malecón como figuritas japonesas de papel en contacto con el agua, arrojan su luz sobre la desidia y el abandono no para iluminar un espectáculo, sino para sugerir que hay otra manera de pensar la ciudad, menos decadente y más cívica. Que a estas alturas el sueño sea posible, es un asunto que no corresponde aquí abordar.
Consciente o no, la reflexión que suscita Espacios se produce en un momento de su trayectoria que, en cierto modo, supone una recapitulación. Desde su creación, en 1998, hasta la fecha, el grupo ha trabajado en numerosos proyectos de ambientación, algunos de gran envergadura, que han ido constituyendo una abultada carpeta de obras realizadas – una rareza, dicho sea de paso, en el contexto que operan. Entre ellas destaca una importante lista de hoteles, en los que un interiorismo competente representa, además, una auténtica revolución en el diseño hotelero cubano de las últimas décadas, asociado con desafortunadas intervenciones que, en el caso de hoteles existentes, destruyen ambientes característicos, y en el de hoteles nuevos, rara vez superan la estandarización trivial o el folclorismo trasnochado. Espacios, en cambio, pone a circular el concepto de «hoteles arte», el primer paso hacia una integración del arte, el diseño y la arquitectura, que constituye su premisa fundamental de trabajo.
En estos proyectos comienzan a afinarse los instrumentos técnicos y teóricos del grupo, que muy pronto elige abastecerse del material que le proporcionan las artes plásticas cubanas. La elaboración de este material constituye una serie de indagaciones, continuas pero no necesariamente lineales, que unas veces borran lo que había sido anotado y otras desarrollan lo que había quedado fuera. Durante este proceso se va superando la utilización de la obra de arte como simple decoración para plantearse su asimilación en el proyecto global de diseño. Es en este momento de madurez cuando, por diversos factores, se reduce la afluencia de encargos. La conjunción de estas circunstancias favorece que el equipo de Espacios vaya un paso más allá y ejecute un ejercicio autosuficiente, en el que la utilización más o menos decorativa de la obra de arte se convierta en «apropiación». El resultado de este experimento es un proyecto que se basta a sí mismo, pues aun cuando sea potencialmente realizable, no necesita ser construido, es decir, la ampliación del modelo a escala 1:1 no aporta nada sustancial a la síntesis que pretende, más bien lo contrario. No sólo por el riesgo de que, durante la ejecución, quede convertido en una caricatura del planteamiento original, sino también porque, en el caso de este proyecto, una acción aislada, fuera de contexto, a la larga superflua, despojaría al ejercicio de su capacidad significativa.
El hecho de que esta etapa se inaugure con una serie de propuestas para el Malecón, aunque casual, no deja de ser sugerente. El Malecón es, en muchos sentidos, un límite, una frontera, lo cual viene a recordar que sólo desde los márgenes, desde esas parcelas que no es capaz de ocupar un sistema hipertrofiado, puede pensarse la ciudad «otra» a la que parece aspirar Espacios.
Tanto esa voluntad de repensar la ciudad como la estrecha convivencia que la «apropiación» de las artes plásticas implica, expone al equipo a más de un peligro. En primer lugar, la tentación de actuar ellos mismos como «artistas», transgrediendo los límites del lenguaje y los instrumentos propios de la práctica del diseño. Por otra parte, a una trayectoria avalada por numerosas obras realizadas, lo que supone una presencia efectiva, aunque sea de alcance limitado, en su entorno físico, también acecha la tentación didáctica, exacerbada por la escualidez ambiental del medio en el que operan.
Que el equipo no ignora esos peligros lo demuestra el hecho de que los aborde resueltamente en la exposición «Mover las cosas», de la VIII Bienal de Artes Plásticas de La Habana, celebrada en noviembre de 2003. El proyecto, en el que participaron Espacios y catorce artistas plásticos, consistió en intervenir sendos apartamentos del barrio de Alamar, ciudad-dormitorio muy degradada de la periferia oriental de La Habana, con el fin de transformar cualitativamente el ámbito vital de sus moradores. Al margen de que los resultados, inevitablemente desiguales, cumplieran o no con las expectativas creadas por esta interesante premisa, el experimento liderado por el grupo fue también, en gran medida, un ejercicio lúdico en el que, a la manera wildeana, conjura estas tentaciones… cayendo en ellas.
Hasta cierto punto, pueden resultar legítimas las aproximaciones literales al arte y la voluntad de imprimir una función social en cada propuesta. Sin embargo, el grupo sabe que tales coqueteos no deben contaminar en exceso su práctica profesional ni, consecuentemente, la naturaleza esencial de un estudio de diseño, que es como se reconoce y quiere ser identificado Espacios. En este sentido, un examen de su trayectoria permite suponer que, en general, procura sortear esos peligros, con mayor o menor ironía, ingenuidad o arrogancia. No sólo manteniendo una actitud vigilante y autorreflexiva, o a través de sucesivas reelaboraciones. También protege al equipo, aunque quizá no sea del todo consciente, la indiferencia que muestra hacia el texto.
Esta displicencia lo distingue de quienes, hace veinte años, pretendieron diseñar esa ciudad «otra». Aquellos «románticos» sabían que, salvo excepciones, el propio proyecto era la única posibilidad de realización de la obra. De ahí que las láminas de presentación de esos proyectos, elaboradas en estrecha dependencia de los materiales de que disponían en cada momento, concentraran una gran cantidad de información, que podía incluir desde los planos para una hipotética ejecución hasta simples ocurrencias. El laborioso trabajo de dibujo, totalmente artesanal, iba dejando sobre el papel las huellas, borrones incluidos, de la escritura de esa ciudad, cuyos textos no se han cancelado, precisamente, porque no se realizaron.
El equipo de Espacios, en cambio, diseña su ciudad en la pantalla de un ordenador, aprovechando los tan eficientes como asépticos medios digitales. Y no cabe duda de que el instrumento utilizado modifica la manera de pensar y dibujar el proyecto. Así, la densidad de los signos, la multiplicación de estratos textuales, dejan lugar a una tersa mudez. Esta volatilización de los textos es proporcional a la de la memoria, con el riesgo que ello implica de repetir errores y hallazgos. Pero, desde luego, lo que se ha mantenido incólume es el impulso ciudadano, el «civismo» del acto de proyectar. Por lo demás, quién dice que, después de una década tan cacofónica y excesiva como la de los años noventa, no se agradezca un poco de silencio. En todo caso, es comprensible que, a principios del siglo XXI, la reacción a la inverosimilitud de los discursos sea una práctica proyectual que apele, fundamentalmente, a su propio instrumental técnico para legitimarse.
Por eso, el grupo privilegia cada vez más la puesta a punto de sus experiencias y recursos profesionales procurando, al mismo tiempo, evitar comportarse como quien pretende «arreglar la vida» o, al menos, el entorno físico de los demás, como el técnico o profesional que aconseja, amable y condescendiente, haciendo valer sus supuestos conocimientos. Y aunque a veces no pueda impedir tomarse más o menos en serio ese papel, lo cierto es que parece haber aprendido que sucumbir a la nostalgia del proyecto total o del profesional «humanista» resulta no ya una utopía, sino un anacronismo, incluso en las condiciones primitivas del medio profesional y productivo en el que se enraíza su ejecutoria.
Esto no quiere decir que se evada. De hecho, los ecos de un diseño ambiental «comprometido», sobre el cual ya habían teorizado heroicamente los ideólogos de los años sesenta, conservan intacta su capacidad crítica. Pero el grupo no aspira a actuar como mediador entre las instituciones y los ciudadanos, sino que prefiere la interlocución directa con el usuario, ya sea un habitante abstracto de la ciudad o un cliente concreto dispuesto a invertir. Se trata, en definitiva, de asumir sin complejos su condición de estudio de diseño, sin olvidar por ello la oportunidad de reflexionar sobre esa condición en sus circunstancias específicas, pero también con la obligación profesional de organizar un taller eficiente, capaz de competir ventajosamente en el mercado.
Que Espacios no tiene intención de instalarse perpetuamente en los márgenes de la ciudad ni legitimarse actuando desde ellos, que está preparado para trascender localismos y asumir las transacciones o intercambios que su madurez profesional requiere, lo demuestran sus proyectos más recientes, en particular, la inauguración de Galería Espacios, en octubre de 2005, sede en Madrid del grupo, y la exposición «Espacios compartidos», presentada en junio de 2006, durante la III Bienal de Arquitectura de La Habana.
Galería Espacios es una importante derivación de Proyecto Espacios. En ella se materializa el programa del grupo que, como ya se ha dicho, aspira a una integración armoniosa entre el arte, el diseño y la arquitectura. No es, por tanto, una galería de arte al uso, donde la única dinámica que funciona es la que se establece entre la obra expuesta y sus potenciales compradores. Porque lo que aquí se expone – doscientas piezas de treinta de los más prestigiosos artistas cubanos contemporáneos, sin duda una muestra muy representativa- es también el material que elabora el estudio de diseño que convive con ella.
La propia concepción del local expresa esta dualidad entre galería de arte y estudio de diseño, pues una exhibición más o menos convencional de las obras envuelve un montaje central en el que se interpretan espacialmente las inspiraciones individuales de cada artista. Así, la galería se articula en torno a seis stands, en cada uno de los cuales se expone la obra de sendos artistas, que establecen un diálogo con las «apropiaciones» que de su universo plástico hace el equipo de arquitectos y diseñadores. El nombre de los seis artistas interpretados de esta forma en cada stand varía trimestralmente, con lo cual la galería adquiere también el dinamismo de una sala de exposiciones. A manera de colofón, completa la estructura del local un séptimo stand, dedicado a exponer obras realizadas y proyectos de ambientación e interiorismo en los que se han aplicado los postulados de Espacios. La apertura de esta galería sui géneris supuso la impulsión del grupo más allá de los territorios que hasta entonces había transitado y desde los que había operado. Su proyección mediática atrajo no sólo la atención de los coleccionistas de arte cubano, a quienes se ofrecía la muestra más extensa, de carácter permanente, que se hubiera exhibido hasta la fecha en España, sino el interés de potenciales inversores, identificados con la filosofía de Espacios.
La llegada de encargos muy concretos al estudio de diseño animó al equipo a embarcarse en otro virtuoso ejercicio de reflexión. El resultado fue la exposición que han llamado «Espacios compartidos», que consiste en el desarrollo simultáneo de siete proyectos de interiorismo, cuatro en La Habana y tres en Madrid, las dos sedes, por el momento, de Proyecto Espacios. Esta doble localización, intrascendente en otras circunstancias, en esta ocasión propicia un experimento en el que, aplicando las mismas premisas y
utilizando los mismos instrumentos de diseño, se hacen coexistir soluciones a las demandas de un usuario virtual y de un cliente real.
De este modo, si bien los proyectos para La Habana aún se permiten algo de pedagogía, los de Madrid se atienen rigurosamente al programa. En estos interiores de La Habana y Madrid se asiste a un ejercicio que transita desde la recuperación nostálgica de una función desaparecida, sustituida por otras formas de distribución y consumo, como una antigua «bodega» en La Habana, hasta la eficaz remodelación de un servicio muy especializado, como una sucursal bancaria en Madrid, sin que las diferencias de toda índole entre cada programa hagan peligrar la coherencia de los propósitos y el vocabulario, ni el equilibrio entre la vocación de compromiso social y la exigencia práctica de eficiencia. Pero así como no hay distinción en la manera de abordar las soluciones de diseño, vale la pena señalar algunas sutiles diferencias, probablemente inapreciables para el observador menos avisado, entre los proyectos de La Habana y de Madrid.
Aunque regresa al interior, el ámbito más frecuentado por el equipo, en alguna propuesta para La Habana no puede evitar asomarse a la calle. Es curioso que, cuando esto sucede, no se limite sólo a remozar la edificación donde se localiza el proyecto, sino que se aventure a introducir equipamientos que, más que acoger, postulan formas de sociabilidad superadas o incluso inéditas. La operación afecta a un par de propuestas pequeñas, casi íntimas, que favorecen un discreto homenaje a la vocación ciudadana del grupo. No obstante, es atrevida, casi temeraria, y sería interesante tener la oportunidad de comprobar los usos finales que se darían a esos artefactos. De cualquier modo, es en este sentido que resulta más pertinente el término «compartidos» para estos espacios.
Que esa sociabilidad no es, en esta ocasión, algo que pretendan imponer a los usuarios, sino que el propio equipo se involucra en ella, se pone de manifiesto en el montaje mismo de la exposición. Concebida como el salón de trabajo de un estudio de diseño, en el que las pancartas del proyecto se exhiben en cajones de luz que hacen las veces de mesas de dibujo, la muestra promete diálogo y cierta interactividad. El espectador recibe la información acerca de «cómo es» y de «cómo será» y, acodado sobre las mesas, descubre el itinerario del proyecto, lo cual le proporciona la ilusión de ser él mismo uno de los proyectistas.
Esta nueva relación que procura el equipo implica no sólo al usuario virtual, sino también al artista que suministra las referencias visuales para cada propuesta, a quien se invita, aunque sea simbólicamente, a participar del acto de proyectar. En este caso, dejando en sus manos el diseño de la banqueta que corresponde a la mesa de dibujo donde se exhibe el interior que se le asocia. Otra cosa es que el visitante de la exposición se atreva a sentarse en ella. Menos porque alguna banqueta resulte disuasoria, incluso intimidante, que por la dificultad de disociarla de su condición de obra de arte, más que de objeto uso.
Con este gesto, que pertenece a la puesta en escena, el equipo de Espacios, que por lo demás siempre se ha caracterizado por su permeabilidad, abre la exposición a una intervención literal del artista en el proceso de diseño. Un intercambio que, en cierto modo, compensa el alto grado de abstracción al que han llegado las «apropiaciones» de su universo plástico en este proyecto. En unos casos, la obra del artista domina el interior, en otros viene a sentarse, literalmente, con el espectador, pero en algunos ni siquiera aparece, salvo por alusiones. Esta destilación extrema del vocabulario artístico en los instrumentos de diseño, constituye uno de los grandes aciertos de esta exhibición.
La elegante caligrafía de estos interiores traza las coordenadas de un rumbo cualitativamente superior en la práctica profesional del grupo. En estos «diálogos trasatlánticos» se transparenta una voluntad de síntesis extraterritorial que depura las búsquedas y hallazgos del equipo hasta el momento, y un cuestionamiento «constructivo» de las jerarquías establecidas, ya no sólo entre el arte, el diseño y la arquitectura, sino entre funciones y contextos muy diversos, entre el proyectista y el usuario, entre el poder y el hacer…
La mayor promesa que encierran los proyectos más recientes de Espacios no es sólo la originalidad de sus premisas y la frescura y atrevimiento de las respuestas que ofrece a los programas que aborda. Eso está a la vista. Lo más importante es la certeza de que es capaz de formularse correctamente las preguntas apropiadas. Porque un proyecto, como bien sabe el grupo Espacios, es a veces menos, pero casi siempre mucho más que un proyecto.
Madrid, primavera de 2006