Arquitectura y ciudad en la cultura cubana contemporánea

«La Arquitectura es una de las Bellas Artes, al igual que la Pintura, la Escultura y la Música…» Copiando con mano insegura esta planilla de letras, comenzaba un estudiante novato la carrera de Arquitectura en la Universidad de La Habana hace 50 años. Pero, ¿es la Arquitectura Arte, o Construcción? Esa diferenciación maniquea que se planteó a los arquitectos cubanos a mediados de la década de los años 60 implicaba un enfrentamiento arbitrario y por demás innecesario entre estetas intuitivos interesados sólo en su autorrealización como creadores, y tecnicistas pragmáticos dispuestos a sacrificar la belleza para supuestamente asegurar la calidad constructiva y la masividad requerida para satisfacer las enormes necesidades acumuladas en la población. Curiosamente, y en contra de la opinión general, ese liderazgo asumido por los constructores, autodesignados como guardianes del compromiso social frente a posiciones sospechosas de elitismo, no duró mucho. Una vez separados los diseñadores del poder de decisión respecto a las obras que proyectaban, los propios constructores terminarían suplantados por una oleada imparable de constructores improvisados, más celebrados en la medida en que eran más audazmente improvisados.

En definitiva, la experiencia de más de treinta años demostró que cuando se empieza por sacrificar la belleza y la expresión, se termina por perder también la calidad constructiva; y la masividad soñada –donde los edificios supuestamente saldrían como por una tubería de las plantas de prefabricado– tampoco se alcanzó en la magnitud requerida. La calidad es una, y la belleza no es un lujo postergable o reservado sólo para obras especiales; ni tampoco un maquillaje tardío para esconder defectos de la concepción inicial. Uno de los argumentos habituales para justificar el sacrificio de la expresividad en la arquitectura cubana fue el costo, creando la falsa impresión de que los edificios con buena calidad de diseño tenían forzosamente que ser caros y realizados con materiales importados. Sin embargo, está demostrado que hasta con tierra y guano se puede hacer buena arquitectura; y en cambio sobran los ejemplos en el mundo de pésima arquitectura que malgasta materiales lujosos. En esa misma línea se comprueba que hay obras pequeñas más significativas que edificios o conjuntos enormes, con la ventaja nada despreciable de que lo pequeño y feo pasa más fácilmente inadvertido que lo grande y anodino.

La calidad es una, y la belleza no es un lujo postergable o reservado sólo para obras especiales; ni tampoco un maquillaje tardío para esconder defectos de la concepción inicial.

Mario Coyula

La separación suicida entre proyectista y constructor, tercamente mantenida por décadas, ha sido responsable de mutuas incomprensiones –y lo que es peor, de un producto final arquitectónico deficiente. Sucede que la arquitectura no es sólo construcción; pero tampoco es arte, sino diseño. Si el diseñador consigue resolver con profesionalidad los problemas funcionales y técnicos, adecuados al clima y al entorno construido; si al hacerlo se mantiene dentro del marco de los recursos materiales y financieros disponibles; si logra capturar con sensibilidad las esencias de su tiempo, de la identidad nacional y del espíritu del lugar; si encuentra la manera de reinterpretar con creatividad las lecciones válidas del pasado y lo mejor de la cultura arquitectónica contemporánea internacional; y si de paso, y como sin quererlo, consigue además dejar un sello personal a su obra, es posible que encuentre con el tiempo un sitio en la voluble y seductora Historia del Arte –pero esa misión queda para los críticos e historiadores.

¿Qué es lo cubano en arquitectura? Muchas veces se observa una tendencia a identificarlo con lo colonial; e incluso, dentro de la arquitectura colonial, asociarlo con el barroco criollo de fines del siglo XVIII y principios del XIX, como si no hubiese habido buena arquitectura antes y después de la Condesa de Merlín. La arquitectura cubana, y en especial la habanera, más cosmopolita por su condición de puerto y encrucijada de culturas, tiene como principal constante la asimilación bien digerida de múltiples influencias mundiales, que con el tiempo y la adecuación al medio se fueron sedimentando y cubanizando. Pero quien se proponga hacer una buena arquitectura cubana contemporánea no deberá limitarse a reproducir elementos epidérmicos aislados para consumo de un turismo barato, como las rejas de hierro forjado, las cubiertas con tejas de barro, y los medios puntos con vidrios coloreados. En cambio, parece aconsejable descansar en aspectos más profundos y constantes como la estructura interna, tanto arquitectónica como urbanística; y en principios eternos del diseño como el ritmo, la escala, las proporciones, el carácter, la alternancia de vanos y macizos, o el juego de luz y sombra. El éxito de la Villa Panamericana, sobre el cual coinciden especialistas, diletantes y simples usuarios, radica en una clara estructura inspirada en patrones de la ciudad tradicional, comprobados por el tiempo y pulidos por el uso. El resultado fue un esqueleto urbano tan fuerte que resiste airosamente edificios con una arquitectura indiferente. Pero cuando las influencias extranjeras se implantan de manera arbitraria, sea por mimetismo cultural o por intereses comerciales, el resultado es siempre malo, sobre todo cuando no se abre espacio a la crítica necesaria.

La arquitectura cubana, y en especial la habanera, más cosmopolita por su condición de puerto y encrucijada de culturas, tiene como principal constante la asimilación bien digerida de múltiples influencias mundiales, que con el tiempo y la adecuación al medio se fueron sedimentando y cubanizando.

Mario Coyula

Se habla mucho sobre los peligros de la globalización, un proceso inevitable que ya nos toca en este mundo unipolar informatizado. Su manifestación reciente en la arquitectura cubana son esos hoteles gigantescos que parecen edificios de compañías de seguros europeas o norteamericanas, centros comerciales con fachadas de vidrio reflectante, que repiten la trampa de los colonizadores cuando engañaban a los indígenas cambiándoles pepitas de oro por espejos; o versiones degradadas de los McDonalds, que pintarrajean de amarillo mostaza y rojo catchup venerables edificios neoclásicos del Cerro o eclécticos del Vedado. Esta arquitectura –banal, intrusiva, estridente, impostada desde el extranjero sin una adecuada reelaboración; descaracterizada y en definitiva desactualizada– se acompaña por la proliferación de letreros y vallas comerciales que, incidentalmente, ya compiten con las políticas, no sólo en el espacio sino también en el diseño irrelevante.

Ese cuadro de comercialización vulgar internacionalizada ha sido sistemáticamente criticado en los países desarrollados donde se originó. Cuba, y en especial La Habana, habían conseguido escapar debido al triunfo de la Revolución a la comercialización, la elitización y la actividad inmobiliaria especulativa que destruyeron irreversiblemente el tejido edificado y social en las principales ciudades de América. Aquí también hay que desenmascarar la tendencia que enfrenta arbitrariamente a la preservación con el desarrollo y demostrar que es posible ganar dinero haciendo las cosas bien. Ello implica preservar aquello que precisamente hace atractivas nuestras playas y ciudades para la inversión y el turismo extranjeros, pero también, ante todo, para los propios cubanos. Todo depende de encontrar a los inversionistas y clientes adecuados, interesados en mantener –precisamente para poder aprovecharlo– ese raro equilibrio que encuentran en Cuba, ya desaparecido en muchas otras partes del mundo.

Si el precio de impedir la destrucción de aquello que hace inigualables a La Habana, Santiago, Camagüey, Trinidad y tantas otras ciudades y pueblos cubanos, es resignarse a la cancunización de Varadero, quizás valga la pena concentrar allá ese tipo de desarrollo y guardar en la memoria lo que una vez fue un sitio especial y único, un pueblo en poder de sus habitantes, adonde el visitante se incorporaba provisionalmente. En definitiva, se trata no sólo de preservar valores culturales muy grandes y queridos, tan imprescindibles para mantener la identidad nacional y local; sino también de proteger un recurso irrepetible más valioso que el sol y las palmeras. Afortunadamente, el ritmo de inversión todavía es lento, y permite prepararnos para resistir un crecimiento rápido que puede ser más destructivo que el deterioro físico. Sin minimizar los peligros para la preservación del patrimonio construido cubano que –de buena y también de mala fe– advierten algunos agoreros desde Miami, lo importante es reconocer el problema y actuar consecuentemente. Ello significa aplicar con sabiduría, pero con una firmeza que no puede temblar ante presiones de ningún tipo, los instrumentos existentes para asegurar el control urbano; y terminar de adecuarlos al nuevo contexto creado por los grandes cambios que se han producido en el país, y en especial, por las nuevas inversiones inmobiliarias, comerciales y hoteleras.

Otro problema nuevo es la realización de proyectos de hoteles y viviendas de alto estándar por arquitectos extranjeros. Toda gran ciudad necesita obras de arquitectos de distintos países, pero deberían ser arquitectos de primera categoría capaces de enriquecerla con obras relevantes que la sitúen en el mapa de la cultura contemporánea universal, y no sirvientes anónimos sometidos a inversionistas a veces incultos y rapaces. Sin embargo, muchos de los proyectos extranjeros recientes quedan muy lejos de esa aspiración a la excelencia. ¿Por qué permitirlo, cuando en Cuba hay arquitectos mejores que algunos de los importados? ¿Qué razón hay para aceptar que se paguen cientos de miles de dólares por proyectos irrelevantes? ¿Por qué no se emplea más el procedimiento normal seguido con proyectos importantes en todo el mundo, que es sacarlos a concurso; y que gane el mejor? Con ello también ganaría la ciudad. Una política inteligente en ese sentido podría incluso desarrollar un cuerpo nacional de arquitectos, actualizados en trabajos conjuntos con buenos arquitectos extranjeros; y hasta salir a competir de igual a igual con encargos para otros países –como sucedió en el pasado, cuando los arquitectos cubanos trabajaban en toda el área del Caribe y las Antillas. Eso constituiría además una fuente adicional de entrada de divisas para Cuba.

Toda gran ciudad necesita obras de arquitectos de distintos países, pero deberían ser arquitectos de primera categoría capaces de enriquecerla con obras relevantes que la sitúen en el mapa de la cultura contemporánea universal, y no sirvientes anónimos sometidos a inversionistas a veces incultos y rapaces.

Mario Coyula

Sin embargo, los problemas que enfrentan actualmente nuestras ciudades no se limitan a la implantación de nuevos edificios discordantes, promovidos tanto por inversionistas extranjeros como por nacionales. Las nuevas inversiones en zonas urbanas valiosas van a seguir coexistiendo con el viejo problema de la falta de recursos para conservar el fondo construido, especialmente en las áreas centrales, que son precisamente donde se concentra la mayor población, y también los mayores valores arquitectónicos. Conservar ese fondo no sólo beneficia a muchas personas, sino que también significa preservar el marco urbano inequívocamente identificado como propio cubano por los residentes y los visitantes. Una ciudad impersonal y degradada no sólo influirá negativamente en el sentido de pertenencia de sus habitantes –con su inevitable repercusión social y política– sino que dejará de ser atractiva para inversionistas y turistas, con su correspondiente consecuencia económica. Pero esa preservación de la ciudad no puede ser vista como una obligación moral del Estado, o dejarla a la ayuda extranjera sin afán de lucro. Ese enfoque, aún en la situación improbable de que aparezcan los inmensos recursos materiales que se necesitan, reforzaría una dependencia fatalista en la población. En realidad, el futuro de la conservación de ese enorme patrimonio depende de un potenciamiento efectivo de la economía de la ciudad, el barrio y la familia, para que los gobiernos locales y la misma población asuman en la mayor medida posible la solución de sus propios problemas.

La escasez material que aumenta los efectos del deterioro natural por el paso del tiempo se suma con la manifestación alarmante del brote preocupante de una subcultura marginal que se proyecta hacia la calle, la cultura del aguaje, donde el modelo de éxito es el maceta y la jinetera; con patrones de conducta cuyas manifestaciones negativas pueden comenzar por la tala un árbol, pintarrajear una fachada o atormentar a los vecinos con una música escandalosa y embrutecedora que de hecho es una especie de droga auditiva tolerada. Esas manifestaciones de desprecio al prójimo se ordenan en una serie ascendente de gravedad hasta llegar a los delitos más repugnantes y condenables. La indisciplina social se apoya en el descontrol creciente sobre las acciones constructivas improcedentes clandestinas, tanto privadas como estatales; con la agravante de que ahora la mentalidad de la barbacoa y la caseta en la azotea a veces dispone ya de más recursos, y se proyecta hacia la calle de forma más chocante y duradera. Esa actitud no sólo aparece en la actividad constructiva privada, sino que se extiende a muchos administradores que encargan obras improcedentes, todavía más dañinas porque tienen más recursos y respaldo institucional. Cuando se intenta enfrentar este problema de manera contemporizadora, aparece como insoluble. La única forma es aplicar el método de Alejandro, y cortar el nudo; es decir, sancionar al culpable y demoler la obra improcedente, haciendo pagar el costo al responsable, sea quien sea, aunque lo hayan guiado las mejores intenciones. Ello demanda reconocer la necesidad de la contradicción, y respaldarla.

La indisciplina social se apoya en el descontrol creciente sobre las acciones constructivas improcedentes clandestinas, tanto privadas como estatales; con la agravante de que ahora la mentalidad de la barbacoa y la caseta en la azotea a veces dispone ya de más recursos, y se proyecta hacia la calle de forma más chocante y duradera.

Mario Coyula

Las concesiones económicas y políticas siempre son peligrosas, pero pueden ser manejadas cuando existe una autoridad reconocida y aceptada por todos, como es el caso de Cuba. En cambio, las concesiones culturales son peores, pues generalmente se convierten en irreversibles, y pueden llegar a invadir el campo de la política. La cultura cubana ha tenido grandes éxitos después de 1959 en campos como la literatura, la música, tanto la llamada culta como popular; la pintura, el dibujo y el grabado, o el cine, ahora golpeado por las dificultades económicas, pero con su capacidad humana intacta. Manifestaciones que requieren grandes recursos, como la arquitectura y los monumentos conmemorativos, presentan una situación común de estancamiento e incluso involución. Pero eso también sucede con la gráfica, que tuvo momentos de gloria internacional en la década de los años 60, cuyo soporte de papel es el más barato. Entonces, ¿qué tienen en común, para explicar su retraso relativo en la cultura nacional? Sólo aparecen dos aspectos: la ubicación de esas obras en el espacio público, y la subordinación del creador a estructuras administrativas hipertrofiadas, rígidas y paradójicamente lentas en su perseguida operatividad.

Los éxitos de la cultura de salón en museos, teatros, conservatorios, galerías y premios en concursos internacionales tienen que complementarse con una cultura de la calle –no callejera; que sea popular, no populista; y sobre todo, que sea profundamente cubana. El papel de la arquitectura y el urbanismo en esa recuperación del paisaje urbano, que es el marco donde todos nos movemos, resulta de mucha importancia. Para ello es necesario rescatar a la arquitectura del papel secundario adonde ha sido relegada por los que en definitiva no han podido resolver los problemas de la calidad y masividad constructiva; y situarla nuevamente dentro del mundo de la cultura, de donde nunca debió salir. Eso implica un vuelco en la actual posición institucional de la arquitectura, pero también en la atención por el aparato estatal y político, y por los medios de divulgación masiva.

Los arquitectos cubanos hemos recibido un valioso patrimonio construido legado por nuestros antepasados, que cubre todas las épocas y estilos arquitectónicos. El compromiso con nuestros conciudadanos y nuestros descendientes es enriquecerlo con obras dignas de este tiempo difícil y maravilloso que nos tocó vivir; con una arquitectura propia y de alta calidad que se inscriba en esta vuelta de milenios como un testimonio duradero de la Revolución Cubana, un monumento para la historia pero también para los contemporáneos.

Noviembre, 1998.

Palabras en el VI Congreso de la UNEAC, publicadas en la revista Revolución y Cultura.

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